En el mensaje 10 de este tema poníamos un ejemplo específico en el que una especie, la Apis melífera, decidía imponerse una nueva forma de vida y de relaciones, sin duda apoyada en un axioma ( o así lo consideraban) que rezaría así: las cosas son como nosotras decidamos que sean. Y acto seguido definían al menos seis modos de reproducción posibles. Como uno solo era productivo, reina zángano, y el resto de modos era infertil, la población de la colmena tendería a disminuir y, probablemente, esa nueva especie desaparecería. La decisión de la mayoría era, en esto de la biología, no operativa. Algo semejante parece estar en marcha en algunos grupos de la gran colmena humana. Y si nuestra especie llegara a extender el modo reproductivo a , pongamos, diez sistemas, es fácil predecir qué podríamos esperar a medio y largo plazo. Más bien deberíamos tomar como axiomático que las especies existentes, tras evolucionar millones de años ( admitamos un momento de darwinismo) han logrado un éxito de supervivencia notable, ligado, sin duda, a lo que podríamos llamar sus estatutos biológicos específicos, que fijan los qué, cómo y cuándo se desarrollan sus actividades vitales. En términos cristianos, admitamos que todo lo que Dios creó era bueno ( si observamos anomalías al respecto, remitámosnos a los temas ligados al mal y la libertad humana). La especie humana, así considerada, posee sus propios elementos esenciales constituyentes, que deberían ser respetados para asegurar su continuidad y su progreso. Pero , en este punto, surge la objeción: el humano puede, porque aprende, sin modificar los presupuestos esenciales , intentar modificar la situación actual de su especie, reduciendo el mal que la desluce y mejorándola. Cómo se decide hacerlo, debería ser objeto de profunda reflexión. El punto de partida es ser consciente de nuestras limitaciones, y del hecho innegable de no ser dueños de nuestra propia existencia. Actuar como si lo fuéramos, sería temerario, como lo sería para las abejas del ejemplo. Decidir, sin evidencias claras, cambiar las reglas del juego que han servido durante miles de siglos, no es una opción prudente. Y en cualquier caso, deberíamos actuar bajo la tutela de las ciencias , formales, sociales y naturales, tutela que supondría respetar la prudencia y el acatamiento de las leyes de la naturaleza que las genera. Por eso, en algunos ambientes razonablemente instruidos, se habla del respeto a la ley natural como guía y consejo. Tampoco es de recibo el nuevo dogma que afirma que lo que dicta el parlamento humano en mayoría es la fuente de la moralidad ( bastaría una ligera lectura de algún capítulo bien cercano de la Historia Humana para rebatirlo).
Por todo ello, convendría recordar a los gurús de las nuevas religiones mundiales que preconizan ciertos sectores de poder, que fueran cautos y prudentes a la hora de admitir como válidos supuestos y presupuestos que ni cuentan con la validez que da la historia biológica de nuestra especie, como, es solo un ejemplo entre otros posibles, el pretendido derecho al aborto, ni con el visto bueno de las ciencias en sus niveles actuales, como las nuevas relaciones de géneros recién creados, las clonaciones humanas, y un largo etcétera que, aunque en la cima de la popularidad de las masas hoy, tienen grietas enormes en su justificación ética. Más nos valdría, a todos los humanos, buscar un Código Universal de Conducta que involucrara a todos, abarcara todo lo esencial e inviolable, y dejara amplios espacios de progreso y mejora. Tres grandes religiones ya lo tienen, aunque su cumplimiento presente algunas lagunas en alguna,más bien mares. Se llama Decálogo. Tomen la Biblia; Exodo 20,1-17. He ahí el código universal. O su resumen y versión perfecta, ofrecida por Jesús de Nazaret hace ya veintiún siglos: (Mateo 22, 37-39). Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. (Dt,6,4-5) Este es el gran mandamiento y el primero. El segundo, semejante, es éste: Amarás a tu prójimo como a tí mismo. (Lev.19,18). Eso bastaría.