( Segunda parte).
Todos inhalan, por así decir, la atmósfera de esta visión especial del hombre y el mundo, que los convence sobre la admisibilidad de esta opinión en particular, descartando al mismo tiempo la consideración de otros puntos de vista. ¿Quién no sería partidario de la conciencia y la libertad y contrario al legalismo y la represión? ¿Quién desea ser situado en una posición de defensa de los tabúes? Esta manera de formular las preguntas ya constituye una manipulación que sitúa a la fe proclamada por el Magisterio en una posición sin salida. Todo se viene abajo por sí mismo por cuanto pierde su admisibilidad en conformidad con los patrones de pensamiento del mundo moderno y es considerado por los contemporáneos progresistas como algo descartado desde hace mucho tiempo.
Sólo podemos [entonces] dar una respuesta significativa a los interrogantes planteados si no nos dejamos arrastrar a la batalla sobre los detalles y permanecemos en cambio en condiciones de expresar en su integridad la lógica de la fe, el sentido común y el carácter razonable de su perspectiva de la realidad y la vida. Sólo podemos dar una respuesta adecuada a los conflictos en forma detallada si consideramos todas las relaciones en vista. Precisamente la desaparición de las relaciones ha despojado a la Fe de su racionalidad.
En este contexto, me gustaría señalar tres áreas dentro de la perspectiva del mundo de la Fe que en los últimos siglos han sido testigos de cierto tipo de reducción, una reducción que ha estado preparando gradualmente el camino para otro «paradigma».
1.- En primer lugar, debemos señalar la casi total desaparición de la doctrina de la creación en la teología. Como típicas instancias, podemos citar dos compendios de teología moderna en los cuales la doctrina de la creación se elimina como parte del contenido de la fe, sustituyéndose por consideraciones vagas de filosofía existencial: la edición de 1973 del «Neues Glaubensbuch» ecuménico, publicada por J. Feiner y L. Vischer, y la obra catequética básica publicada en París, en 1984, titulada «La foi des catholiques». En una época en que estamos experimentando una angustiosa agonía de la creación a manos del trabajo del hombre y en que la cuestión de los límites y las normas de la creación en nuestra actividad ha llegado a ser problema central en nuestra responsabilidad ética, este hecho debería parecer bastante extraño. Con todo, siempre sigue siendo desagradable el hecho de que la «naturaleza» deba visualizarse como un aspecto moral. Una reacción ansiosa e irracional contra la tecnología está también íntimamente asociada con la incapacidad de percibir un mensaje espiritual en el mundo material. La naturaleza continúa apareciendo como forma irracional, aun cuando, al mismo tiempo, presenta estructuras matemáticas que podemos estudiar técnicamente.
Decir que la naturaleza tiene una inteligibilidad matemática es afirmar lo obvio. Sin embargo, si se afirma que también contiene en sí misma una inteligibilidad moral, esto se rechaza como fantasía metafísica. La desaparición de la metafísica va de la mano con el desalojamiento de la enseñanza sobre la creación. Ha ocupado el lugar de ambas una filosofía de la evolución (que me gustaría distinguir de la hipótesis científica de la evolución). Esta filosofía pretende descartar las leyes de la naturaleza de tal manera que el manejo del desarrollo haga posible una vida mejor. La naturaleza, que en realidad debería ser la maestra en este camino, es en cambio una dama ciega, que combina al azar, de manera inconsciente, lo que ahora el hombre supuestamente simula dirigir con plena conciencia. Su relación con la naturaleza a la (que se mira no como creación) resulta ser la de alguien que opera sobre ella y en modo alguno la de quien aprende. Persiste entonces como una relación de dominio basándose en la presunción de que el cálculo racional puede ser tan inteligente como la «evolución» y por lo tanto puede llevar al mundo a nuevos niveles. Antes de este punto, el proceso de desarrollo debía abrirse paso sin intervención humana.
La conciencia, a la cual se apela, es esencialmente muda, del mismo modo como la naturaleza –la maestra– es ciega y simplemente calcula qué acción ofrece más posibilidades de mejoramiento. Esto puede (y debe, de acuerdo con la lógica del punto de partida) producirse en forma colectiva, porque lo que se necesita es un grupo que, en la vanguardia de la historia, se haga cargo de la evolución junto con exigir la absoluta subordinación del individuo a la misma. De lo contrario, las cosas se producen de manera individualista y entonces la conciencia resulta ser la expresión de la autonomía del sujeto, lo cual, en términos del gran cuadro del mundo, sólo puede parecer absurda arrogancia.
Es bastante obvio que ninguna de estas soluciones es útil, y ésta es la base de la profunda desesperación actual de la humanidad, una desesperación oculta tras una fachada oficial de optimismo. Sin embargo, todavía existe una conciencia silenciosa de la necesidad de una alternativa que nos conduzca fuera de los callejones sin salida de nuestra aparente credibilidad, y tal vez también existe, en mayor medida de lo que pensamos, una esperanza silenciosa de que una cristiandad renovada pueda proporcionar la alternativa. Sin embargo, esto sólo puede llevarse a cabo si se desarrolla nuevamente la enseñanza sobre la creación. Semejante emprendimiento debería considerarse entonces una de las tareas más urgentes de la teología actual.
Debemos poner una vez más de manifiesto lo que se quiere decir al señalarse que el mundo ha sido creado «en sabiduría» y que el acto creativo de Dios es algo muy distinto al «Bang» de una explosión inicial. Sólo entonces pueden la conciencia y la norma entrar nuevamente a una adecuada relación, porque así se aclarará que la conciencia no es una forma de cálculo individualista (o colectivo), sino más bien un «consciens», un «saber con» la creación y a través de la creación, con Dios, el Creador. Así también se descubrirá nuevamente que la grandeza del hombre no reside en la miserable autonomía de proclamarse su propio y único maestro, sino en el hecho de que su ser permite resplandecer a través del mismo la máxima sabiduría, la verdad misma. Se aclarará entonces que el hombre es tanto más grande cuanto más capaz es de oír el profundo mensaje de la creación, el mensaje del Creador. Y entonces será patente cómo la armonía con la creación, cuya sabiduría se convierte en nuestra norma, no significa una limitación de nuestra libertad, sino más bien es una expresión de nuestra razón y nuestra dignidad. Así también se reconoce al cuerpo su debido honor: ya no es algo «utilizado», sino el templo de la auténtica dignidad humana, porque es la obra de las manos de Dios en el mundo. De este modo, la igual dignidad del hombre y la mujer se pone de manifiesto precisamente en el hecho de que son diferentes. Así uno comenzará a comprender una vez más que su corporalidad llega a las profundidades metafísicas y es la base de una metafísica simbólica cuya negación o abandono no ennoblece al hombre, sino que lo destruye.
2.- El debilitamiento de la doctrina sobre la creación incluye el debilitamiento de la metafísica, la reclusión del hombre en lo empírico, como hemos señalado. Sin embargo, al ocurrir esto, también hay necesariamente un debilitamiento de la cristología. La Palabra, que era en el principio, desaparece totalmente. La sabiduría creativa ya no es un tema de reflexión. Inevitablemente, la figura de Jesucristo, despojada de su dimensión metafísica, se reduce a un Jesús puramente histórico, a un Jesús «empírico», el cual, como todo hecho empírico, sólo contiene lo que es capaz de suceder. El título central de su dignidad, «Hijo», queda vacío al cerrarse el camino hacia lo metafísico. Además, este título deja de tener sentido por cuanto ya no existe una teología sobre el ser hijos de Dios, puesto que es sustituida por la noción de autonomía.
La relación de Jesús con Dios ahora se expresa en términos tales como «representante» u otros parecidos; pero en cuanto a entender su significado, uno debe buscar una respuesta mediante la reconstrucción del «Jesús histórico».
Existen hoy dos modelos principales para la supuesta figura del Jesús histórico: el burgués-liberal y el marxista-revolucionario. Jesús era el portavoz de una moralidad liberal, en una lucha contra todo tipo de «legalismo» y sus representantes, o un subversivo considerado como la deificación de la lucha de clases y su figura religiosa simbólica.
En el trasfondo, se encuentran de manera evidente dos aspectos de la noción moderna de libertad, que se visualizan encarnados en Jesús. Esto lo hace ser representante de Dios. El síntoma inequívoco del actual debilitamiento de la cristología es la desaparición de la Cruz y por consiguiente el carácter sin sentido de la Resurrección, del Misterio Pascual. En el modelo liberal, la Cruz es un accidente, un error, el resultado de un legalismo miope. Por lo tanto, no puede ser tema de especulación teológica. En verdad, realmente no debe haber tenido lugar y un adecuado liberalismo lo considera en todo caso un hecho superfluo.
En el segundo modelo, Jesús es el revolucionario fracasado. Ahora puede simbolizar el sufrimiento de la clase oprimida y por consiguiente fomentar el desarrollo de la conciencia de clases. Desde este punto de vista, se puede incluso atribuir cierto sentido a la Cruz, un significado importante, pero radicalmente opuesto a la sabiduría del Nuevo Testamento.
Ahora bien, en estas dos versiones hay un hilo común, a saber, que no debemos ser salvados a través de la Cruz, sino de la Cruz. La expiación y el perdón son malentendidos de los cuales debe ser liberada la cristiandad. Los dos puntos fundamentales de la fe cristiana de los autores del Nuevo Testamento y de la Iglesia de todos los tiempos (el carácter de hijo divino entendido en sentido metafísico y el Misterio Pascual) se eliminan o al menos se despojan de toda función. Obviamente, con semejante reinterpretación básica, se altera asimismo todo el resto de la cristiandad: la comprensión de lo que es la Iglesia, la liturgia, la espiritualidad, etc.
Naturalmente, rara vez se habla tan abiertamente de estas crudas negaciones, que he descrito aquí con toda la gravedad de sus consecuencias. Sin embargo, los movimientos son claros y no se limitan únicamente al ámbito de la teología. Desde hace bastante tiempo se han introducido en la prédica y la catequesis. Debido a su fácil transmisión, se expresan en mayor medida en estos terrenos que en la literatura estrictamente teológica. Es bastante evidente, entonces, que las verdaderas decisiones corresponden hoy nuevamente al terreno de la cristología, y todo lo demás surge a partir de la misma.
3.- Deseo por fin referirme brevemente a un tercer terreno de la reflexión teológica amenazado por una reducción completa de los contenidos de la fe, que es la escatología. La creencia en la vida eterna difícilmente tiene hoy un rol en la predicación. Un notable exégeta amigo mío, recientemente fallecido, me habló una vez de unos sermones de Cuaresma que escuchó a comienzos de los años 1970. En el primer sermón, el predicador explicaba a los fieles que el infierno no existe; en el segundo, dijo lo mismo sobre el Purgatorio; en el tercero, emprendió finalmente la difícil tarea de tratar de convencer a sus auditores de que tampoco el Cielo existe y deberíamos buscar nuestro paraíso aquí en la tierra. Sin duda, rara vez se dice algo tan drásticamente, pero la timidez para hablar sobre el más allá ha llegado a ser un lugar común.
La acusación marxista según la cual los cristianos han justificado las injusticias de este mundo con el consuelo del mundo por venir está profundamente arraigada, y los problemas sociales actuales son ciertamente tan graves en este momento que requieren de todas las fuerzas del compromiso moral. Esta exigencia moral no será en absoluto puesta en tela de juicio por aquel que visualiza la vida cristiana en la perspectiva de la eternidad, porque sólo es posible prepararse para la vida eterna en nuestra existencia actual. Por ejemplo, Nicolás Cabasilas expresó esta verdad en una maravillosa reflexión, en el siglo XIV. Solamente llegan a ella (es decir, a la vida futura) quienes ya son sus amigos y tienen oídos para escuchar. Porque no es ahí donde se inicia la amistad, se abre el oído y se prepara la vestimenta nupcial y todo lo demás; es más bien esta vida actual el lugar de trabajo donde todo eso se constituye. Porque, así como la naturaleza prepara al embrión, mientras éste tiene una vida oscura y recluida, para vivir en la luz y lo forma, por decirlo así, en conformidad con el tipo de vida que está por venir, lo mismo ocurre con los santos. Únicamente la exigencia de la vida eterna otorga su urgencia absoluta al deber moral de esta vida. Sin embargo, si el cielo es sólo algo «por delante» de nosotros y ya no está «sobre» nosotros, entonces se afloja la tensión interna de la existencia humana y de su responsabilidad comunal. Pues nosotros ciertamente no estamos «por delante», y si esta perspectiva de lo que está adelante es un cielo para esos otros que a nosotros nos parece que han ido «adelante», no estamos en condiciones de determinarlo, dado que ellos son tan libres y están tan sujetos a la tentación como nosotros.
Aquí encontramos el engaño inherente en la idea del «mundo mejor», que se manifiesta hoy, incluso entre los cristianos, como el verdadero objetivo de nuestra esperanza y la auténtica norma de moralidad. El «Reino de Dios» ha sido sustituido casi totalmente en la conciencia general, hasta donde puedo ver, por la Utopía de un mejor mundo futuro por el cual nos esforzamos y que se convierte en el verdadero punto de referencia de la moralidad, una moralidad que por lo tanto se combina nuevamente con una filosofía de la evolución y la historia, y crea normas por sí misma calculando aquello que puede ofrecer mejores condiciones de vida.
No niego que precisamente de este modo se desencadenen las energías de la gente joven y que los resultados son fructíferos en términos de nuevas aspiraciones de actividad desinteresada. Sin embargo, el futuro no es suficiente como norma exhaustiva para el esfuerzo humano. Al reducirse el Reino de Dios al «mundo mejor» de mañana, el presente en definitiva afirmará sus derechos contra algún futuro imaginario. La evasión en el mundo de las drogas es la consecuencia lógica de convertir la Utopía en un ídolo. Siendo difícil el arribo de ese mundo, el hombre lo conduce hacia sí mismo o se lanza precipitadamente hacia él. Es peligroso, por lo tanto, si la terminología del mundo mejor predomina en las oraciones y los sermones y sustituye inadvertidamente la fe con un placebo.
***
Todo lo dicho aquí puede parecer a muchos demasiado negativo. No se ha pretendido, por supuesto, describir la situación de la Iglesia en su totalidad, con todos sus elementos positivos y negativos, sino más bien señalar los obstáculos para la fe en el contexto europeo.
Dentro de las limitaciones de este tema, no he pretendido presentar un análisis exhaustivo. Mi única intención ha sido examinar, más allá de los problemas individuales que están surgiendo constantemente, los motivos más profundos que han dado origen a las dificultades individuales en formas siempre cambiantes.
Únicamente aprendiendo a comprender ese rasgo fundamental de la existencia moderna que se niega a aceptar la fe antes de examinar todos sus contenidos, podremos recobrar la iniciativa en vez de simplemente responder a las interrogantes planteadas. Sólo entonces podremos revelar la fe como la alternativa que el mundo espera después del fracaso de los experimentos del liberalismo y el marxismo. Éste es el desafío de hoy para la cristiandad y aquí reside nuestra gran responsabilidad como cristianos en el momento actual.
Encuentro con las Comisiones de Doctrina de Europa
Luxenburg, 2 de mayo de 1989 [1]