Si no fuera porque duele, el mayor espectáculo del mundo, guerras aparte, podría ser en estos tiempos la política en general, o sea el arte, por llamarlo así, de promover la vida ordenada y provechosa de los pueblos. Desde mi butaca, alguna noche que otra, y solo en pequeñas dosis, por lo venenoso del producto, asisto a algún debate electoral, a alguna entrevista y algún corrillo de expertos, relativos a dicho arte. Debería suponerse que unos cuantos milenios de práctica de estos saberes habrían logrado que todo funcionara con cierta suavidad y el gobierno de los pueblos fuera algo, por consuetudinario, hasta un tanto aburrido. Pues no. Diríase, más bien que, tomando prestado el lenguaje de las matemáticas, tan serias y consistentes ellas, ningún teorema, ninguna hipótesis, ningún saber ,ha logrado ser aceptado como cierto, sostenible y confirmado, en política. Ni siquiera existe una forma de gobierno universalmente aceptada. Las polis griegas tienen descendientes, pero también sobreviven los tiranos, los dictadores, los imperios en toda su variedad, las tribus belicosas, las revoluciones, las persecuciones por todo tipo de sinrazones. Por eso, sentarse a escuchar a algunos políticos un poco antes de dormir es como recibir una lección de historia mal aprendida y peor explicada, antigua a veces, moderna o futurista otras, y contemplar desde la butaca, en la entrevela del sueño que acecha, a Julio César pasando el Rubicón o a Darío amenazando a Esparta, o viceversa, según la hora y según se sitúe el orador, a derecha o izquierda. Tampoco conviene tomarlos muy en serio, por dos razones: no son horas como para pensar en asuntos importantes y porque la impresión dominante, tras años asistiendo a estos espectaculares debates vespertinos, es que la mayoría no mienten, eso jamás lo admitirían, pero creo que tampoco dicen toda la verdad que conocen. Mi butaca lleva años asistiendo a estas celebraciones y, si pudiera hablar, seguro que se callaría, como suele, más que nada por no ofender a casi todos.