En principio, todos los humanos, que se sepa, poseemos un sentido de la justicia que nace con nuestra conciencia, o incluso antes de ser conscientes de ello; basta ver al bebé gritando cuando le quitamos su juguete favorito... este mandato moral nato nos ordena restituir al ofendido y compensar el daño causado. Matizando lo anterior, tal vez debiéramos añadir que este sentir suele ser más objetivo cuando juzga la obligación de otros, pero no tanto la propia, cuando uno mismo resulta ser el que resulta culpable de injusticia. La virtud cristiana de la justicia recoge, sin duda este principio universal. Ahora bien, ¿ Cómo aplicarla ?. Contra el mal, nuestro sentir natural no suele ser ecuánime, como hemos admitido antes, y tiende más a la venganza, justicia desproporcionada, que a la justa justicia. Por eso, sin duda, la aplicación de la justicia siempre se procura que sea ejercida por alguien ajeno al delito, al ofendido y al injusto. Debemos restituir al perjudicado, hasta donde sea posible, esa debería ser la norma universal a aplicar. Expresado en cristiano, debemos aplicar un bien mayor o al menos igual al mal causado. Vengarse es aplicar un mal aún mayor que el recibido, ser justo es colocar las cosas en su lugar, y eso no es posible aplicando mal sobre mal, como dicta la venganza. Se vence al mal con el bien, no con otro mal. Pero que no piense el delincuente que el bien que debe devolver para compensar el mal que hizo le va a resultar fácil. En el mundo físico, cualquier mejora que creamos los humanos nos cuesta siempre gastar energía, sea con nuestro propio esfuerzo o con la maquinaria adecuada. Y cuando el juez aplica al delincuente la ley, debería estar obligándolo a crear los bienes equivalentes al peso del mal causado. Si se ha robado cien, el delincuente debe devolver cien más los perjuicios anexos, bien sea de su peculio, bien de su trabajo. El trabajo se muestra así como el gran medio para poder justificarse ante el delito cometido. El delincuente alegará a menudo que no posee nada con lo que compensar, pero en la gran mayoría de los casos sí posee la capacidad de trabajar para , con su rendimiento, pagar su deuda. De ahí las multas, que cobran pleno sentido en muchos casos. En otros, como en los asesinatos, no es posible compensar a la víctima, pero sí a dos entes que han sido dañados: la familia y la propia sociedad, que han perdido un miembro activo. Por eso, el delincuente debería ser, en la más pura lógica, condenado a resarcir a ambos, mediante , si no puede hacerlo con sus bienes, con el rendimiento de su trabajo que, salvo incapacidad o enfermedad, siempre estará disponible. La cárcel, como tal, priva al delincuente de algunos de sus más preciados tesoros, la libertad y, con ella, la vida familiar y todas las posibilidades que la vida ofrece. Pero no deja de ser un castigo sin efecto directo sobre la obligación de compensar, sino más bien como disuasión y venganza de la sociedad. La cárcel cobraría su pleno sentido si fuera el medio necesario para obligar al condenado a trabajar en beneficio del perjudicado, hasta saldar su deuda. Valore el juez el daño, cuantifique el resultado y obligue al condenado a resarcir . Estoy seguro que la cuantía de las penas de cárcel, trabajando por la justicia, tal vez el 40% para el propio mantenimiento, dejaría un 60% para ir lográndolo... y no serían menores que las actuales. En quince o veinte años en los casos graves, no devolvería vidas, pero ayudaría a las de los esposos, o esposas, hijos y padres de sus víctimas... Y sería una hermosa forma de materializar en la práctica el hecho de que al mal no se le combate con el mal, con otro mal, léase odio, venganza, sino con el bien. Y hay en el mundo un bien enorme, fabuloso, eficaz, disponible para la inmensa mayoría, pero antipático para muchos, que se llama trabajo. Seguramente Dios lo puso a nuestra disposición , además de para otras muchas cosas, para ésta, para ayudar al delincuente ( al pecador también) a compensar los daños que ha causado.