Vuelvo a casa cada día con el recuerdo de la visión de una ciudad, la mía, España, en la que la mascarilla brilla. Brilla por su ausencia. De vez en cuando se ve alguna, pero casi es por casualidad. Solo hay un lugar donde todavía se mantiene mayoritaria, aunque también disminuyendo: en los templos. Da la impresión de que solo los creyentes, cumplidores por convicción de deberes inalienables, mantienen el respeto al prójimo e intentan no infectarlo. Sin embargo, por las noches, en el resumen diario de noticias veo semanalmente que los datos de enfermos, contagios, Ucis y hospitales se mantienen tercamente estables, con ligeras variaciones. Pero como esos datos se dan solo referidos a mayores de 60 años, la realidad puede ser escandalosamente mayor. Pero así, solo con datos parciales, suenan menos peligrosos y la gente empieza a olvidarse del asunto ( bastante tenemos con la guerra de Ucrania, Putin y la inflación...), sin olvidar que los antivirales, vacunas, revacunas, y mejoras de procedimiento curativo van haciendo la enfermedad cada vez más leve. Es un alivio pero, para que la dicha no sea completa, tenemos ahí a la viruela del mono, otro virus del que, malpienso, seguiremos escribiendo. Un puro sin vivir vírico. Y como no hay mal que por bien no venga, me figuro 2032, a diez años vista, con una lista interminable de virus, clasificados por familias y especies, secuenciados, domesticados y utilizados para remedio de catarros, gripes, cardiopatías, tumoraciones, enfermedades raras y muy raras, diabetes, mielomas, depresiones, drogadicciones y hasta hongos en los pies, sin citar hasta sus posibles aplicaciones culinarias, de las que tal vez escribamos algún día....