Esta primavera, el cielo de mi pueblo está adornado por los vuelos de un par de rapaces que, guía adyuvante, he identificado como aguilucho pálido, el macho casi blanco y la hembra amarronada. Parece que han criado al menos un pollo, porque he presenciado alguna escena en la que un adulto lanzaba al suelo una presa que el otro, algo más pequeño, se apresuraba a recoger... El hecho es que, este ave tan protegida, temo que haya eliminado, por aquello de que algo hay que comer, a todas las ardillas que estos últimos años recorrían nuestros pinos y nogales, porque he dejado de verlas. Tampoco veo los gazapos que solía descubrir muy de mañana por los caminos y, en general, al menos mientras mi aguilucho planea, a casi todos los mamíferos, de la talla del gato hacia abajo, que solían deambular por los contornos. Y es que con esta nueva religión de la ecología, el respeto absoluto a la vida silvestre, creo que hemos olvidado, o renunciado a ejercer, la función de otro depredador que, a su vez depreda sobre los demás depredadores naturales. Al hacerlo, se elevan a la cúspide especies como este aguilucho y, poco a poco, el sistema se degrada. Se degrada porque al faltar el regulador máximo, al carecer de regla, de lo racional, la naturaleza toda se desarregla y vuelve, solo tal vez, pero vuelve, al estado de salvajismo que convierte la vida silvestre en una cacería continua, en una fuga constante, en el terror a ser cazado, a la muerte alada que planea constante sobre los que siguen vivos. En nombre de las ardillas y de los gazapos, de los gatos pequeños, las codornices, los pajarillos, los topos y los erizos, las gallinas y las perdices, protesto por la protección absoluta a los grandes depredadores. Y pido que el gran depredador, el humano, ejerza su función, depredando sobre los depredadores intermedios incorporándolos a la caza racional, que permitiría a todos una vida un poco más segura y relajada. En cierto modo, solo el humano es capaz de contemplar, feliz, a una ardilla recorrer sus àrboles o bajar al suelo, y entonces ofrecerle un frutillo, y hasta saludarla en el lenguaje humano, como si ella lo comprendiera. El aguilucho, de cualquier color, jamás lo hará, ni lo hará el gato asilvestrado, el lobo, tan valorado, ni siquiera el oso grandullón. Por eso, al proteger tanto a unos en detrimento del resto, cometemos un error, dejamos de cumplir nuestra función natural de ser los controladores natos del sistema, capaces de contener nuestros instintos de caza cuando sea preciso y de ayudar a otras especies a sobrevivir, tarea ésta de la que solo conozco un caso no humano: las hormigas apacentando pulgones en las habas, las cerezas.... claro que con ello buscan solo su beneficio y los abandonan, sin excepción, en cuanto mi amigo hortelano, fiel a su trabajo, arremete contra ellos con sus nieblas venenosas... Supongo que durante la próxima primavera, el aguilucho volará otros cielos, porque por estos lares solo quedarán ratas y ratones nocturnos, y eso con permiso de búhos y lechuzas... Nota final: depredar un nido de aguilucho y romper un huevo o matar un pollo, supone en mi país una multa monumental o, en algunos casos, hasta penas de arresto. Por contra, en muchos países, el mío incluido, eliminar un pollo humano no nato, puede hacerse sin multa y hasta financiarse por la autoridad mal gobernante. Si lo supieran, las risas de los aguiluchos, las lechuzas y mochuelos, se oirían hasta en el averno, que es el sitio donde dice el búho sabio que acaban los humanos que no cumplen bien sus funciones.