Releo, seis años después, lo que se escribió en este tema entonces y, a pesar de que no tuvo demasiado desarrollo, creo que es un asunto fundamental. De hecho, la inmensa mayoría de la gente que he conocido, y ha sido mucha, antes o después se ha planteado las eternas preguntas, es decir, las preguntas eternas. Sobre todo los mayores, que ven que sus días se acaban y que, de un modo u otro, van a tener que hacer balance de su vida y, quien más quien menos, sospechan que van a ser examinados del uso que hicieron de cuanto administraron. Porque cada vez está más claro y resulta hasta evidente que cuanto poseemos en la vida no es sino un préstamo que administramos. Así, cuando algunas feministas proclaman que son dueñas de sus cuerpos... y libres para abortar, deberían pensar en la extrema fragilidad de eso que llamamos salud y vida. La vida misma, ese fenómeno similar a una fuente luminosa que mana en nuestro interior e ilumina todo nuestro entorno, no es algo que poseamos desde siempre, sino algo que recibimos de pronto, inesperadamente, y que nos será arrebatado en cualquier momento.
Esta penosa situación de provisionalidad que gobierna toda nuestra existencia, nos aboca dramáticamente a preguntarnos por su sentido último... sobre todo cuando las circunstancias, edad, enfermedad, apremian. Estos últimos años, la experiencia de la pandemia del coronavirus ha puesto a casi todos frente a la experiencia de la provisionalidad de la vida, sobre todo cuando algún conocido, pariente o amigo, nos ha dejado, precioso eufemismo con el que mucha gente oculta la realidad dolorosa de la muerte, sobre todo quienes solo tienen claro lo que tiene de separación. Aun ahora, con la pandemia controlada a medias, cada semana nos sorprenden las cifras de fallecidos, conocidos o no, y sentimos cada día el escalofrío de saber que hemos estado con, o pasado al lado de, alguien portador o enfermo que puede habernos contagiado... En cierto modo, la pandemia ha despertado en la humanidad, por la vía del temor, la olvidada capacidad de la introspección, de entrar en sí mismo, de pensarse, auscultarse y examinarse, situados, de pronto, ante la posibilidad de nuestra desaparición. En primera persona.